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Naufrago de sí mismo

por Sergio Gaut vel Hartman

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Había vivido en ese cuerpo durante más de sesenta años, por lo que me resultaba muy difícil aceptar el nuevo estado, el de un envase vacío, inútil, que se descarta después de usado.

“¿Qué van a hacer con... él?” no sabía cómo nombrarlo; habíamos sido uno tanto tiempo... El biotécnico se encogió de hombros; seguramente contestaba la misma pregunta varias veces por día.

“Los metemos en el depósito de usados. Eventualmente se utiliza algún órgano, aunque no creo que éste sea el caso. ¿Cómo andaba del hígado? ¿Fumaba?”

“¿Quiere decir que los congelan?” No sólo no contesté a las preguntas directas (de hecho me resultaban ofensivas): mi ignorancia acerca del tema encendía una luz roja. Temía saber. Las imágenes de frizers con forma de ataúd, apilados en naves sin luz, me acribillaban sin piedad desde el día posterior a la transferencia.

“¿Congelarlos?” El hombre me miró, desconcertado. “¿Para qué nos tomaríamos ese trabajo? Los conectamos a los tubos y los dejamos ahí hasta que se les termina la cuerda.”

“¡Se les termina la cuerda!” una metáfora bella y despiadada. “Siguen viviendo,” suspiré.

La idea de que mi viejo cuerpo se pudría en un depósito maloliente mientras yo iniciaba una nueva vida tenía algo de insano. “¿En qué clase de monstruo me estoy convirtiendo?” pensé.

“Viviendo, lo que se dice viviendo... Es aventurado. En principio no, pero las funciones vegetativas no se extinguen con la transferencia; quedan chispazos de memoria y los recuerdos juveniles no terminan de borrarse. Están bastante vivos, supongo, aunque como usted sabe ya no son personas, oficialmente.”

“Bastante vivos,” repetí. “Como 'un poco embarazada'. ¿Lo suficiente como para merecer respeto, apoyo, consuelo y cariño?”

“¡Usted está completamente loco!” exclamó el biotécnico. “En vez de disfrutar el nuevo cuerpo se dedica a lamentar la suerte del viejo. ¿Se apega así a cada botella de Coca Cola que vacía? Le aclaro que por ese camino se va al carajo.”

Inspiré profundamente y apreté los puños:

“Eso mismo pensaba yo hasta hace un momento, antes de enterarme de que mi viejo cuerpo sigue viviendo.”

“¿Hubiera preferido que lo matáramos? Porque hasta donde yo sé, los cuerpos no mueren sin la ayuda de un cáncer, o un paro cardíaco, o un edema, o un...”

Dejé al tipo hablando solo y me perdí en el dédalo de pasillos de Korps. Caminé así durante horas, reflexionando acerca de la segunda transformación crucial de mi vida.

Había necesitado varios días para aceptar mi nuevo cuerpo y de repente, cuando empezaba a parecerme natural tener treinta años, alguien que podría ser mi abuelo emergía de la nada para reclamar el pago de una factura. ¿Factura en pago de qué? ¿Qué había roto? No tiene derecho a exigir nada, reflexioné, vivió lo que se suele vivir. Y yo viviré hasta que tenga ganas de morir.

Entré al depósito inadvertidamente y no descubrí la magnitud de mi error hasta que fue tarde para corregirlo. Lo que en un primer momento tomé por una habitación para guardar instrumental en desuso y muebles estropeados resultó ser el lugar de los cuerpos descartados. Todos ellos, la mayoría pertenecientes a viejos decrépitos, carcomidos por enfermedades visibles, yacían en reposaras de lona, de cara a la puerta. Había cien, mil reposaras apenas distinguibles en la penumbra del depósito, dispuestas con displicencia, preparadas para un infinitamente demorado salto al vacío. Los rostros, agostados por la espera infructuosa, apenas agitados por temblores, delataban el fluir de la sangre. Había caído en medio de una pesadilla ajena.

Contemplé con repugnancia los tubos de plástico conectados a las tráqueas y las cánulas hundidas en las venas de los antebrazos. Esos despojos parecían estar haciendo fuerza para liberarse de sus ataduras, aunque no debía existir una buena razón para hacerlo. Aun en aquellos en los que las razones de la transferencia no se dibujaban en manchas y arrugas, se advertía la resignación, una apática mansedumbre ante el mundo perdido.

Vencido el primer impulso de fuga, y dispuesto a aceptar mi rol en el proceso de cambio de cuerpo al que me había sometido, busqué con la mirada al que había sido yo. Me resultaba imposible pensar en él como otro, alguien separado, diferente, ajeno. Tal vez por esa misma razón demoré una eternidad en identificarlo; mis ojos habían pasado de largo, ciegos a la silueta inerte, indistinguible de las otras que poblaban el depósito.

Me acerqué lentamente, temiendo que un movimiento brusco pudiera desencadenar una marea de protestas, pero lo cierto fue que los cuerpos me ignoraron y sólo unos pocos expresaron un sordo fastidio ante la intrusión moviendo las manos con torpeza y enredándolas en las sondas. Por fin, cuando logré sortear todos los obstáculos que me separaban del cuerpo y pude mirarlo cara a cara, mi mente quedó en blanco.

Intenté sin éxito decirle que lo sentía, elaborar unas frases de disculpa. La rigidez del cuerpo, su impasible serenidad me inhibían de tal modo que, para mi desconcierto, tuvo que ser él quien quebrara el silencio.

“Te esperaba,” dijo mi ex cuerpo con voz débil.

“¿A mí?” o lograba imaginarme esperando sin fe ni sueños, en el ocaso, al responsable del sufrimiento gratuito al que se me estaba sometiendo. También me sentí culpable porque mi presencia allí era pura casualidad.

“No viniste por casualidad,” dijo él, como si fuera capaz de leer mis pensamientos, “y no leo tus pensamientos; de alguna manera seguimos siendo la misma persona.”

Las palabras quedaron colgadas, tintineando. Estaba claro que se sentía más yo que yo mismo; era memoria, pero también, cuerpo, el cuerpo original que me había contenido, condenado al descarte por efectos de un gambito siniestro, de una jugada que él, y no yo, había urdido. Pero cuando traté de objetar ese razonamiento las palabras se negaron obstinadamente a ser pronunciadas. Sabía lo que él estaba pensando; había esperado, paciente, imperturbable para demostrar que controlaba mi destino, que lo seguía controlando. La escena se parecía peligrosamente a otra, vivida años antes, cuando mis padres decidieron que debía despedirme de un abuelo moribundo y desconocido. En aquella oportunidad el viejo me hizo sentir que yo era responsable de su muerte, que mi ofensiva juventud operaba, de algún modo, como disparador de su partida.

El grito lúgubre de otro cuerpo, reptando a ras de suelo, vino en mi auxilio. Es así como se van, pensé, con un gemido que se estira y adelgaza mientras descubren que esa vez no serán rescatados.

“Me iré con un sonido así,” dijo mi primer cuerpo. “Todos lo hacemos. Es como la sirena de un barco que parte.”

Tampoco esta vez fui capaz de replicar. ¿Quién es el náufrago? ¿Acaso el barco pasó frente a la isla sin advertir las señales?

Contemplé los tubos de alimentación que unían el cuerpo con los tanques y reprimí el deseo de arrancárselos. Es preferible ahogarse que aguardar el rescate sin esperanzas. Mi ex cuerpo, una vez más, desnudó mis pensamientos.

“Tal vez el náufrago no sea yo,” dijo.

“Tengo toda la vida por delante,” alegué. “Empiezo de nuevo, ¿no?” La endeble convicción de mis palabras se reflejó en un gesto torpe e incompleto de mi mano, como una caricia que aborta en un ramalazo de bronca.

Él, indiferente, se encogió de hombros y abarcó con la mirada a los otros cuerpos que morían a nuestro alrededor. “Empezar de nuevo,” dijo, “pero no desde cero. Los que vienen a despedirse de su cuerpo descartado cargan para siempre con las imágenes que pueblan este depósito.”

“¿Es un reproche?” Me invadió un repentino asco por la actitud de mi viejo cuerpo. ¿En qué trataba de enredarme? Estaba condenado: es cuestión de días, semanas a lo sumo, dijeron los médicos. No había otra salida que la transferencia, me había puesto a la defensiva; una red invisible entorpecía mis razonamientos, me inmovilizaba.

“No estabas obligado a venir,” dijo el cuerpo. “¿Por qué no disfrutar directamente de la libertad, del cuerpo sano por primera vez en mucho tiempo? Hubiera sido lo más lógico. Pero no. Sentiste el impulso de pagar la deuda para no tener que recriminarte en el futuro. Me parece bien. Yo hubiera hecho lo mismo.”

Las últimas palabras pusieron al descubierto una mordacidad de la que siempre me enorgullecí. ¿Sería capaz de conservarla en mi relación con los amigos de toda la vida? Como en un juego: comenzaban a plantearse demasiadas opciones y no estaba nada claro el sistema que utilizaría para manejarlas. Dejar mis ámbitos, conocer gente nueva, abandonar el planeta...

“Vine por casualidad,” repetí desanimadamente.

“Sí,” consintió mi ex cuerpo. Había perdido el interés en la conversación. O el dolor que soportaba sin gestos había reaparecido. Yo sabía mucho acerca de ese dolor. Sonó otro quejido. La agonía circulaba como corriente eléctrica entre los cuerpos. Esta vez el sonido fue gris, chato, y se esfumó sin fuerzas en la atmósfera pesada del depósito.

No había nada más. Nada más que decir. Nada más que hacer. Nada más que pensar. Nada más que sentir. Era hora de salir de ese lugar.

Pero no lo hice. El cuerpo había aceptado mi irresponsabilidad con una palabra hueca, adecuada para desarticular cualquier argumentación futura. Fue tal la tensión creada por ese sí de compromiso que sólo pude romper el equilibrio cuando extendí la mano y toqué la mejilla seca con la punta de los dedos. Mi antiguo cuerpo se estremeció, como si una descarga hubiera emanado de las yemas.

“¿Qué hiciste?” dijo apartando el rostro, aprensivo.

“Nada. Trataba de ser amable, creo.”

“Tenés miedo, mucho miedo.”

La acusación era severa, trascendía el mero diagnóstico. Pero se oyeron dos lamentos: uno bajo, siniestro, el otro agudo como el trino de un ave. Hay muchas formas de morir.

“¿Miedo? ¿De qué?”

“Hay infinitas formas de morir,” replicó mi ex cuerpo usando las mismas palabras de un modo oblicuo. Pasé por alto la observación. De todos modos yo ya no sabía a qué aludíamos en nuestro diálogo; había perdido el hilo, y tal vez hasta el interés. Me descubrí hipnotizado por los colores de los tubos de plástico: rojo, azul, verde.

“No soy yo el que está conectado a los tubos,” dije.

“Son falsos,” dijo el cuerpo, “una ficción para impresionar a los visitantes. Sin una adecuada puesta en escena el efecto sobre la psique del transferido sería débil, pobre.”

“¿Falsos? Pensé que los alimentaban a través de los tubos.”

“Eso hacen,” replicó. “Son falsos porque da lo mismo que nos alimenten o nos dejen morir de hambre. No volveremos a salir de aquí; han dejado de suministrarnos la medicación y sólo entran al depósito a recoger los cadáveres tres veces por día.”

Era una crueldad, pero no había otra forma de hacerlo. Se lo dije.

“No es posible esperar la muerte del primer cuerpo; en ese caso la transferencia no podría llevarse a cabo.”

“Claro, claro,” dijo el cuerpo con un tono que no distinguía entre la pena y la rabia.

“Ahora somos como especies diferentes.” Buscaba febrilmente una excusa para seguir hablando, y cada palabra provocaba el efecto contrario al propuesto.

“Es el precio del progreso. Antes la gente se moría y listo. Ahora se violan las leyes de la naturaleza, se juega con fuego.”

“Nunca fui creyente,” exclamé. “¿La vecindad de la muerte te hace desear la vida eterna?”

“La inminencia de la muerte me forzó a transferirme, nada más,” replicó con acritud. “O te forzó... o nos forzó. Como ves, eso ya no importa.”

Un coro de ayes se desplazó por el contorno de las últimas palabras de mi ex cuerpo y terminó por ahogarlas. Las puertas del depósito se abrieron, los auxiliares entraron, desconectaron los tubos de una docena de cadáveres, los cargaron en un ridículo carro eléctrico con movimientos económicos, y salieron dejando el lugar impregnado con su desinterés, una dramática falta de emociones. Minutos después regresaron con una docena de cuerpos descartados en transferencias recientes y repitieron sus movimientos en sentido inverso. Por docenas, como huevos.

“No me vieron” atiné a decir.

“No tienen interés.”

“Podría ser un ladrón, un maníaco.”

“Nuestros órganos no les sirven ni a los perros. Los experimentos biológicos se hacen con carne fresca, cultivada en tanques; los cuerpos enfermos no sirven para nada.” Se agitó en la reposera, incómodo. Tuve miedo de que se muriera en ese mismo momento. Él lo advirtió “Tranquilo,” dijo, anticipándose una vez más. “Todavía falta.”

“¿Cuánto?” La pregunta, inesperada hasta para mí, lo conmovió.

“¿Cuánto? No sé. Horas, dos días, una semana, seis meses. ¿Quién puede predecir con cuánta ferocidad se aferra un cuerpo a la vida, aun un cuerpo despojado de su alma?”

Yo no me sentía el alma de nadie, menos de ese cuerpo obstinado, aunque debía reconocer que hablaba con buen criterio. Los médicos habían sido terminantes en todo lo que se refería mi sobrevida en el cuerpo viejo. Pero los médicos no tienen un compromiso fatal con los pronósticos. ¿Alguien conoce a un médico castigado por errarle a una predicción? La puerta del depósito, cerrada tras la partida de los auxiliares con su macabro cargamento, me devolvió al mundo real.

Mi primer cuerpo observaba sin demasiado interés, el marco de luz y las partículas de polvo en suspensión. El depósito se sumía en las tinieblas. Me resultaba imposible determinar cuánto tiempo hacía que estaba en este lugar.

“Debo irme,” dije.

“Es cierto,” dijo él.

“Antes de que sea demasiado tarde.”

“La puerta no está cerrada con llave.”

“Puedo regresar.”

“Depende. Y no de mí. Si te interesa hacerlo...”

“Quiero decir: tiene sentido si vas a estar aquí cuando vuelva.”

Se encogió de hombros, casi despectivo. “Sí o no. ¿Quién, sabe? ¿Soy Dios para conocer el instante exacto? Si bien mis razones para seguir vivo se han extinguido no tengo coraje para terminar por mi mano lo que empecé con la cabeza, cuando decidí transferirme. Tal vez me aferro a la vida porque los cuerpos son entidades independientes, que obran por su cuenta.”

“Los cuerpos obran por su cuenta,” repetí tontamente. “Podrías aprovechar tus últimas horas escribiendo un tratado: 'Teoría de la Razón Vegetativa'.”

“Los cuerpos operan por su cuenta,” repitió una vez más. “Tu cuerpo lo está haciendo en este mismo momento. ¿Por qué no te vas de una buena vez?” Escupió las palabras con irritación, desafiándome.

“No soy una bestia; puedo esperar hasta que te calmes.”

“Excusas, pretextos,” dijo él. “Tus razones para permanecer en este lugar, junto a mí, esperando mi muerte, no tienen ningún valor. Te transferiste para liberarse de mí, no para cargar conmigo. No soy tu padre inválido. ¿Ves a otros haciendo eso? Los cuerpos mueren solos; está bien que sea así.”

La voz de mi ex cuerpo se había ido haciendo más y más aguda a medida que la pasión del discurso lo embargaba. Eso hizo que el contraste con el último suspiro de uno que se iba a pocos pasos de donde estábamos fuera muy marcado.

“No conozco otra forma de proceder,” dije sin convicción. “Puedo esperar unos minutos. He comprendido que somos parte de un todo indivisible, y que mi deber será llorarte, sentir dolor.

“¡Qué cursi! Pero aprecio tu gesto, aunque los dos sabemos que no sirve para nada.”

Bajé la cabeza. El suelo del depósito estaba sucio de polvo y excrementos por todas partes, excepto donde los cuerpos descartados movían impacientes los pies. Allí el piso estaba lustroso y la oscuridad luchaba tratando de ganar la batalla contra los brillos furtivos que se descolgaban desde fuentes invisibles.

Empecé a esperar, ansioso, la siguiente ronda de los auxiliares. Hice un cálculo mental de los muertos y traté de establecer reglas de frecuencias basándome en los gemidos, pero abandoné enseguida desanimado, pesimista. Cada vez me era más difícil determinar los motivos de mi permanencia en el lugar, de mi incapacidad para salir, simplemente salir. Estaba en una trampa que yo mismo había construido y cebado. El cuerpo captó mi estado de ánimo y trató de ser constructivo.

“Creo que no voy a morir hoy.”

“Podría volver mañana,” dije estúpidamente.

“Es una buena idea. Pero tampoco sé si será mañana. Tal vez ni vale la pena.”

El marco de luz se extinguía, por lo que el depósito ya estaba sumido en un mar de oscuridad. Los puntos de referencia habían desaparecido y lo mismo podía hallarme en el depósito de cuerpos descartados que en el corazón de una pesadilla. Me alenté, con la idea de que es posible despertar de la peor pesadilla, pero la voz quebrada de mi primer cuerpo me devolvió a la realidad.

“...caminando hacia donde apunta ahora tu nariz...”

Sería ahora o nunca. Me puse en marcha y antes de dar el tercer paso la ira de un cuerpo atropellado en mi camino demostró que no sería una tarea sencilla.

“¡Imbécil! Fíjese por dónde camina y respete a los que se están muriendo.”

“Perdón. Quiero salir de este lugar.”

“¿Salir?” dijo; el cuerpo se rió ofensivamente. “De aquí sólo se sale muerto.

Era la confirmación de lo que había empezado a sospechar: la trampa, funcionando con eficacia, me dejaba del lado incorrecto.

“Soy un recién transferido,” dije. “Vine a despedirme.” Busqué aferrar con las manos al moribundo, pero éste me eludió, burlón. Cuando volvió a hablar supe que no era el mismo, que otro ocupaba su lugar. El juego empezaba a despertar el interés de los condenados.

“Mi transferido no vino a despedirse. Desgraciado. Dejarme solo en estas circunstancias tan dolorosas...”

“El mío firmó una autorización para que me inyectaran algo para acelerar el asunto,” dijo otro.

Un grito destemplado cortó una nueva protesta. Los quejidos y lamentos brotaban ahora de todos los rincones del depósito; los viejos cuerpos morían a mi alrededor, o simulaban hacerlo para mortificarme.

“¿De qué sirve?” aulló una voz femenina. “¿Nos hace diferentes, nos mejora en algún sentido? Si la muy perra viniera a despedirme...”

“¡Se arrepentiría!” completó un coro destemplado. Los cuerpos descartados se mecían en sus reposeras de lona produciendo sonidos de textura rugosa, mínimos estertores de madera y polvo; el silencio roto se había esparcido por todo el volumen del depósito reflejando imágenes ciegas de la muerte, la muerte verdadera, la muerte cierta y absoluta, la que no podemos eludir como artificiosos saltimbanquis cambiando la cáscara.

“¿Por dónde?” rogué. “No veo la salida.”

“Adelante, con energía,” insistió mi primer cuerpo. “Atropellando sin asco; vamos a morir de todos modos.”

Arremetí con furia, ciegamente, pero la reacción de los cuerpos no se hizo esperar. Probablemente en un ilógico arrebato, se habían levantado de las reposaras y me rodeaban, cerrándome el paso. Llegué a sentir la presión de algo duro, metálico que buscaba mi carne y la ferocidad de una dentadura incompleta mordiéndome el brazo mientras, perdida toda moderación, yo golpeaba con los puños apretados en todas direcciones. Era inútil: la ruta hacia la salida, en la oscuridad y cercado por cuerpos sin futuro, se había clausurado para mí.

Siguió un lapso de recuerdos confusos. Tal vez caí, fui pisoteado por los cuerpos enfurecidos, recibí un golpe en la cabeza. Quizá no. Es imposible reconstruir los hechos que conducen a mi situación actual. Sólo tengo la certeza de un despertar en la oscuridad y el silencio del depósito, de los tubos de plástico que me conectan a sustancias nutritivas, de los centenares de cuerpos descartados que me rodean.

“Era la única salida,” dice una voz familiar desde muy cerca, en un repliegue de las sombras. “Estaba en garantía. Si bien ninguna herida fue mortal...”

“No quiero que me compadezcas,” lo interrumpo. “Te quiero fuera de aquí antes de que sea tarde.”

“Necesito que aclaremos algunas cosas,” dice.

“No hay nada que aclarar,” replico. “Es peligroso. Puedo verlo por primera vez: somos idénticos, por supuesto, el mismo modelo de cuerpo. Sólo una pregunta: “¿el primer cuerpo... murió?”

“Estoy aquí,” responde el primer cuerpo con la voz llena de grietas, desde algún lugar próximo, a la derecha de donde estoy.

“La casa está en orden, entonces.”

Me incorporo para que el nuevo cuerpo supiera que me dirijo a él. “Ahora voy a contar hasta diez, y cuando termine estarás afuera de este lugar de mierda, viviendo tu vida, nuestra vida.”

Mueve la cabeza, obstinado. Comprendo que la trampa vuelve a estar cebada y quién sabe cuántos más de nosotros caeremos en ella antes de aprender el truco que permitía burlarla.

“Parece,” dice el cuerpo original elevando la voz por sobre la atmósfera cargada de podredumbre, “que el que escribió nuestro final se resiste a modificar una sola línea.”

“Quizá sea un Griego,” replico con ironía, “un aficionado a imaginar el Destino con mayúscula.”

“¿De qué están hablando?” dice el cuerpo nuevo, desconcertado. “¿Se burlan de mí? ¿Así pagan mi simpatía? De cualquiera manera voy a quedarme hasta obtener algunas respuestas. No tengo necesidad de explicarles...

Dejo de escuchar sus palabras, aunque las siga oyendo, mezcladas con el zumbido de las máquinas y el latir de los corazones de los cuerpos. Me cuesta imaginar qué heridas han obligado a realizar una segunda transferencia en tan poco tiempo, por lo que empiezo a inspeccionar el cuerpo con cuidado, minuciosamente. Una fea costura me cruza el pecho y, al presionar, descubro un dolor agudo en el costado izquierdo.

“¿Tanto daño me han hecho los casi muertos?” Korps, en defensa de su reputación, ha actuado de oficio y el nuevo cuerpo avala el procedimiento al despertar. Cierra perfectamente. Nada es gratis.

Se abre la puerta y entran los auxiliares. Curiosamente no hay cuerpos sin vida, por lo que permanecen perplejos unos segundos, vacilando entre dos mundos, pero no tardan en retomar sus rutinas, trayendo cuerpos recién descartados a los que ubican en reposeras de lona, conectando los tubos de plástico a las venas de los pobres desgraciados.

“¡Llévenselo!” grito a voz en cuello. “No tiene nada que hacer aquí.” El dolor se intensifica, pierdo fuerzas; mis gritos suenan apagados, sordos, incapaces de alcanzar su objetivo.

“No registran a los descartados,” dice mi primer cuerpo.

“Ahorren fuerzas,” dice el cuerpo nuevo. “Los voy a sacar de esta pocilga. Mis ex cuerpos no son basura.”

“Somos basura,” dice el primer cuerpo.

“Te lo suplico: ¡fuera! Antes de que sea tarde. ¡Fuera!” Suena melodramático, pero no se me ocurre otra forma de hacerlo reaccionar. “Vas a quedar atrapado, prisionero, como nosotros...”

El cuerpo nuevo se sobresalta. Los auxiliares han cerrado la puerta y el depósito queda en penumbras una vez más. En la oscuridad creciente los gemidos de todos nosotros, los cuerpos descartados, y las protestas del recién transferido se mezclan hasta hacerse indistinguibles.


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