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La Presa

by Claudia Cortalezzi

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Ya a resguardo de la mirada del otro, en el oscuro fondo de la gruta, Karano luchaba por aquietar los jadeos. La persecución bajo aquel diluvio lo había dejado sin aire. Mejor se tranquilizaba o echaría a perder treinta años de búsqueda.

Algo, un aliento fétido, le pasó cerca. Alcanzó a distinguir a la bestia, su presa, asomándose a la entrada de la gruta, como presintiendo que la habían seguido.

Pero él se encontraba a salvo. Palpó su pantalón, el kukri plegable apenas abultaba y ni se había movido. Se abriría al sacarlo del bolsillo.

Recordó su época de scout, cuando acampaban en las montañas. Recordó su habilidad para armar las carpas, hacer nudos, descifrar códigos.

La bestia, de regreso a su rincón, se sacudió desde la cabeza hasta los pies.

Igual que un perro, pensó Karano. Y sintió que su camisa y pantalones, empapados, se enfriaban cada vez más.

Desde su escondite, él sólo alcanzaba a ver un reflejo que llegaba desde la entrada. Del farol, se dijo. Una luz amarillenta y débil señalaba allá afuera, apenas visible entre la cortina de agua, la entrada a la guarida.

Pero adentro de la cueva el exiguo reflejo mostraba algo más: un reguero de lodo hasta su escondite.

Lo más probable, se ilusionó Karano, es que esa cosa no alcance a ver mi huella.

Y él tenía cada vez más frío. El contacto con la piedra acentuaba ese frío. Sus dientes habían iniciado un golpeteo parejo, ensordecedor. Apretó las mandíbulas.

Fue deslizándose hacia el fondo en su rincón. Un pinchazo, como de punta de lanza — de roca viva — le hirió la espalda. Se movió apenas, hasta liberarse del filo, y soportó el dolor en silencio.

Ahora se veía un poco más. Todo ahí adentro apestaba.

Debía esperar. Esperar y actuar cuando la cosa estuviese en lo más profundo del sueño.

Esperar, se dijo. Esperar y vigilar.

Vio que la bestia cambiaba de posición.

Quedaron cara a cara. Pero sólo él lo advirtió. Y no pudo creer lo que veía, ¿serían ellos así, todos así? ¡La bestia tenía facciones de humano!

Ya se había hecho él a la idea de que se encontraría frente a un cuerpo de hombre, pero que la cara también... No era lo mismo matar a una bestia con forma de bestia que a una con forma de hombre, claro que no.

Pero él debía matar a uno de esos animales de dos patas para que su venganza llegase a destino, a eso había venido. En eso había invertido treinta años.

La bestia hurgó en su basura y comió y bebió desaforadamente. Eructó con gusto y cayó boca arriba, como muerta, en la roca helada.

Enseguida, sus ronquidos retumbaron por la cueva.

En el pecho, una mancha.

— El tatuaje — dijo Karano.

Una noche, no hacía mucho, tras varias ruedas de ginebra y whisky barato en el Bar Británico, él había confesado su verdad.

Inmediatamente el dueño del bar había bajado las persianas y apagado las luces.

Y él habló de Javier — su pequeño hijo Javier, desaparecido hacía treinta años. Habló de su esposa, que no había soportado la ausencia. Y gritó sin prejuicios su odio.

Ahí había oído él que los raptores eran bestias. Que lo único que unía a las bestias con sus vidas anteriores era un tatuaje en el pecho.

— Para lo que les sirve el tatuaje — una voz ronca venía desde el fondo. Ni la capacidad de leer les dejan, no tienen idea de que llevan ahí un tatuaje.

Karano conocía esa voz. Un hombre que lo había ayudado en el comienzo de la búsqueda, un siglo atrás, tenía una voz como aquella.

— Dicen que el tatuaje es el número de legajo, o algo así — el mozo se oía de más lejos. Sólo lo tienen los raptores. A los que no mutan los convierten en raptores, eso dicen.

— ¿Mutar?

— Usan drogas para inducirlos — oyó Karano.

— Entonces — él apenas se atrevía a interrumpir, ¿los inducen a mutar?

— Sí, pero no todos reaccionan a las drogas — dijo la voz ronca — no todos se transforman.

Karano creyó que el ambiente oscuro lo hacía oír estupideces. ¿Mutantes?

— Mutantes — susurró.

— A los mutantes los llaman “la cosa humana”. Son depositados en un edificio abandonado, una cárcel. Ahí les estudian y clasifican las alteraciones. A algunos les inyectan virus, a otros los dejan evolucionar. Les aseguro que nadie querría verlos.

Karano se quedó mirando la nada. “Nadie querría verlos”, se repitió.

El desconocido del fondo se aclaró la voz.

— A los que no mutan los convierten en raptores — dijo. Pero, durante el entrenamiento, les hacen una lobotomía transorbital al mejor estilo del doctor Freeman, con electrochoque incluido.

— Yo escuché algo de eso — lo interrumpió el mozo.

— Ni Dios sabe lo que queda de esas pobres criaturas — siguió el otro. Obedecen, nada más.

— Pero — Karano necesitaba preguntar — y los mutantes... ¿qué hacen con ellos?

El hombre de voz ronca se empinó el vaso hasta vaciarlo. Tragó haciendo ruido.

— Convertidos en amorfos bultos que respiran — dijo. Los venden a otras civilizaciones.

— ¿A qué civilizaciones? ¡Por favor!

— Compradores de otras galaxias. Hacen buenos tratos con ellos.

— ¿Pero eso es posible?

— Todo es posible, amigo. Todo.

— ¿Y para qué los compran? ¿Con qué sentido? No entien...

— Como alimento exótico. Simplemente.

Karano sintió el frío de la ropa pegada al cuerpo. La cueva parecía menos oscura que aquel bar del recuerdo.

Los ronquidos de su presa, más fuertes.

Le había tomado tres décadas identificar a un raptor. Un urso, un gorila torpe y roñoso.

Y lo había seguido hasta verlo en acción: atrapando a un chico. A un chico, un chico como había sido su pequeño Javier, treinta años atrás. La cosa agorilada había amordazado a este otro chico, y lo había tirado en la boca de un cilindro oxidado.

Karano había esperado a que la cosa se alejase un poco. Se había acercado al cilindro con intenciones de salvar a esa pobre criatura. Pero el cilindro no tenía fondo. Quién sabía a dónde habría ido a parar el chico. Seguramente a...

Entonces, él había decidido ir tras el raptor.

Y había logrado introducirse en su cueva.

Miró a la cosa: seguía roncando.

Karano, muchas veces, había imaginado ese momento. Le hubiese gustado que la bestia lo viese a los ojos mientras la apuñalaba, pero no se arriesgaría.

Así, dormida o drogada o borracha, estaba bien.

Se le acercó.

La mancha del pecho.

Sí, era un tatuaje. Un número de diez dígitos, bien remarcado, como grabado a fuego. No les hacían un tatuaje corriente. ¿Todo en ellos habría sido forjado con dolor? En los dolores más insoportables, pensó él con angustia, espantándose de las imágenes que se le iban apareciendo. Y si Javier... No, ya habían pasado muchos años, demasiados.

Llevó su mano al bolsillo y jaló del mango de su kukri. No necesitaba verlo, podía imaginarse la suavidad con que el arma iba mostrando su hoja corva, cómo se convertía en un cuchillo fijo, en el cuchillo adecuado. Y, a medida que el filo se iba desvistiendo, Karano se sentía fuerte. Hasta pudo sentir una erección bajo los pantalones.

Y el dolor adormecido, se soltó de golpe...

— ¿POR QUÉ? — gritó. Son unos hijos de remil putas. ¿Por qué con chicos? ¿POR QUÉ?

Y se descubrió clavando el kukri en el pecho de la bestia.

— MORITE, MIERDA. MORITE.

Revolvió dentro de la carne, hasta que se cansó de empujar. Seguramente había perforado alguna de sus costillas traseras. Sacó el cuchillo. Chorreaba una sangre oscura, contaminada. Apenas un gemido sordo le había arrancado a la bestia, nada más.

Lo había hecho muy rápido, sí, pero estaba hecho.

— Javier — murmuró. Ya podés descansar, hijo.

La pálida luz del farol caía justo en el tatuaje.

¿Serían los números del legajo? Acaso habría un método más sencillo para descifrarlos, como las claves de los scout. Signos que representan letras. Números que representan letras. Letras...

¿Quién lo había mandado a él a clavar el cuchillo sin mirar? Acababa de arruinar el tatuaje: uno o dos números, mínimo, habían desaparecido.

Sí, los números representan letras, pensó. Él sabía que el once era la “k” de Karano, sabía de memoria cómo escribir utilizando el código scout, lo había aplicado durante todo el secundario.

Debía huir de ahí.

Pero se sentía muy cansado. Como si su cuerpo se negase a abandonar la cueva.

— Descansá, hijo — murmuró. Descansá.

Y el tatuaje de la bestia atrajo su atención, una vez más.

Los números se veían nublados, pero eran sin duda inequívocos: cada uno correspondía a cada letra de su propio apellido.


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